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9 DE ABRIL DE 2018 | LOS EFECTOS DE PENSAR DESDE EL ESPEJO

Psicoanálisis y su producción imaginaria de la Feminidad

El presente artículo propone un trabajo de problematización y deconstrucción de los desarrollos Psicoanalíticos de Sigmund Freud y Jacques Lacan sobre la psicosexualidad femenina y a la diferencia entre los sexos, desde una perspectiva de Género que incluye la dimensión sociopolítica y visibiliza en ellos, las marcas del pensamiento moderno latentes en los mismos.

Por Lic. Giselle P. Verzino
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Haciendo foco en la ética de los profesionales “psi”, este escrito se orienta a que estos puedan posicionarse críticamente respecto a sus prácticas y las teorías que las sustentan con el fin de evitar la dogmatización de dichos postulados clásicos al desconocer las condiciones épocales de la producción de los mismos y como única forma de abordar el padecimiento psíquico que condiciona la escucha analítica de lxs sujetxs en su singularidad conforme a los mandatos de género y la normalización de los cuerpos que veda distintas posibilidades de expresión del ser.



El concepto de modo de subjetivación propuesto por Silvia Bleichmar (2003) alude al resultado entre las representaciones que la sociedad instituye sobre lxs sujetxs “aptxs” para desplegarse en su interior y las maneras singulares en que cada sujetx constituye su psiquismo. En este sentido, la sociedad occidental, impone implícitamente formas de contrato basadas en las relaciones asimétricas de poder entre los géneros, que se perciben como naturales y que establecen pautas de comportamiento y modalidades discursivas objetivantes y excluyentes. En este anudamiento de los deseos de los cuerpos y el dispositivo de poder se producen subjetividades y con ello, también padecimiento psíquico.
Foucault (1995) define a la sexualidad como el dispositivo estratégico de poder cuya eficacia depende de la invención del sexo para ordenar y disciplinar los cuerpos en su materialidad, sus fuerzas, sus sentimientos, sus deseos y placeres. Para la conservación de esta estructura de poder se requieren de significaciones imaginarias sociales y cuerpos teóricos, como el Psicoanálisis, que legitimen la desigualdad y la injusticia distributiva. En esta línea, autores como Eribon, D (2003), tienden a pensar que la producción teórica psicoanalítica ha sido un reforzamiento de los “viejos modos relacionales”.

Al desarrollar el Complejo de Edipo en la niña, Freud (1924) ubica la diferencia femenina, el clítoris como un equivalente (inferior) de algo masculino, el pene. Propone que al entrar en la fase fálica, la niña se procura conseguir placer “como el niño” por estimulación manual del clítoris “como si fuese el pene (aunque más pequeño)” ya que la vagina es algo no descubierto para ambos sexos y deviene la amante de la madre. Al tomar conocimiento de la diferencia anatómica entre los sexos, se desilusiona porque su amor estaba dirigido a la madre fálica y descubre que también está castrada y así, entra al Complejo de Edipo envidiando al varón por la posesión del pene. Como desarrolla Fernández (1993), que las niñas accedan a la diferencia de los sexos significará que descubran que los varones tienen pene y las nenas no, no significará que descubran que ellas tienen su sexo.
Para Luce Irigaray (1974) la Ley simbólica sanciona el rol respectivo del varón y de la mujer, funcionando esta como espejo para el varón ya que éste, mirando a la mujer en su condición de inferioridad, se ve a sí mismo en condición de superioridad. Lo que genera que no vea a la mujer como es, sino como lo opuesto: un agujero, una falta, una ausencia. El órgano genital masculino es visto como el contrario del femenino: la actividad y el todo; la vagina es el vacío, la pasividad, la nada. Freud (1931, p. 231) hace referencia a la mujer como una “Criatura sin pene” y que “En algún momento la niña pequeña descubre su inferioridad orgánica(…)”. Por lo que interpretaría la sexualidad femenina como una falta y una nostalgia de lo masculino, desde la cual, descubriría su sexualidad descubriendo la falta de pene y sucesivamente en su deseo de obtenerlo.

Por otra parte, al utilizarse como equivalentes los términos “Feminidad” y “sexualidad femenina”, no distingue el deseo y las pulsiones del conjunto de comportamientos sociales que la sociedad sostiene e impone al género femenino unido al sexo anatómico de la “hembra-mujer”. Esto se corresponde al “sistema sexo/género/deseo/prácticas sexuales” (Siqueira, 2013, p. 35), según el cual, se codifica como verdad que si una persona nace con el sexo biológico hembra, su Género debe ser femenino, su deseo heterosexual y su práctica sexual pasiva. Por lo tanto, como parte de la biopolítica, el pensamiento heterocentrado de la sexualidad implica una territorialización del cuerpo, que asegura el vínculo entre el Género y la función del órgano como sexual y reproductor.
Para Freud (1924), se logra la “feminidad normal” cuando la niña que tomó al padre como objeto de amor, sale del Complejo de Edipo al resignar el deseo del pene y reemplazarlo por el deseo de un hijo. Siendo lo “normal” entonces que la mujer desee acorde al mito social según el cual “La maternidad es la función de la mujer y a través de ella la mujer alcanza su realización y adultez. Desde esta perspectiva, la maternidad da sentido a la feminidad (…) la esencia de la mujer es ser madre” (Fernández, 1993, p. 161).
En este sentido, el Complejo de Edipo es una construcción teórica que normaliza una forma de deseo femenino correspondiente a la posición femenina legitima de la época. Es decir, que las mujeres estructuraran su vida en relación a la maternidad y la conyugalidad en el ámbito privado sentimentalizado, posibilitando que el varón se desarrolle en el ámbito público (Tajer, 2009).
Por el contrario, si “desviándose de la norma” la niña preserva el deseo de convertirse en varón y se haya fijada en la ligazón preedípica madre-hija expresará “rasgos masculinos”, por ejemplo elegir una profesión “masculina”. Como herida narcisista, establecerá un sentimiento de inferioridad y compartirá el menosprecio al “sexo mutilado” o inhibirá su vida sexual y/o se producirá una neurosis. Es decir, si la niña, ambicionaba mayor trascendencia para sí corriéndose de la posición pasiva que se esperaba de ella por los ideales y valores de feminidad del Siglo XX, estas múltiples posibilidades en el mundo externo, implicarían una “masculinización”. Desde los términos de Lacan (1957/8): “identificación viril” o “hacer de hombre” o desde Freud “Complejo de masculinidad”.

Si bien Freud amplió la noción de sexualidad a partir de la introducción del concepto de Pulsión junto con el desarrollo sobre la indeterminación de su objeto y el cuerpo erógeno, la relectura de su obra realizada por Lacan contribuyó a separar, aún más, el psiquismo y la vida sexual de las ideas esencialistas y/o anatómicas. Plantear la diferencia sexual en términos pulsionales, posibilitó comenzar a pensar posibles articulaciones con las cuestiones de género en este campo.
Para Lacan (1955/6) la posición femenina no se conforma a partir de la diferencia anatómica entre los sexos, sino por una asimetría a nivel simbólico que proporciona del lado masculino un símbolo, el falo y del lado femenino, una ausencia. Es decir, la sexuación remite a dos modalidades de goce y deseo distintas, tributarias a la diferencia simbólica en la que se constituye el ser hablante. El sujeto puede posicionarse en cualquiera de los lados independientemente de su sexo biológico. Sin embargo, al presentarse lo femenino como aquello de lo que no se puede hablar porque se sitúa fuera de lo simbólico. Aunque no postule una única forma de feminidad, de relación de la “mujer” con el falo posible, al situarla “más allá de lo simbólico” termina asignándole el lugar de lo místico, lo irracional, lo extra simbólico y extralingüístico (Silvia Tubert, 2001).

Los desarrollos de Freud y Lacan coincidirían en que la pasividad es una característica de la feminidad pero lo fundamentan de manera distinta. Para Freud (1924) al intentar caracterizar psicológicamente la feminidad, la considera como la predilección por metas pasivas, distinguiéndolas de la pasividad debido a que puede ser necesaria una gran dosis de actividad para alcanzarlas. Asimismo sostiene que la propia constitución de la mujer le prescribe sofocar su agresión y la sociedad se lo impone, lo que facilita el desarrollo de conductas pasivas junto con una tendencia autodestructiva. Al respecto dice, “el masoquismo es entonces, como se dice, auténticamente femenino. Pero si, (...) se topan ustedes con el masoquismo en varones, ¿qué otra cosa les resta sino decir que estos varones muestran rasgos femeninos muy nítidos?” (Freud, 1924,p.108). Para Lacan, como “No hay relación sexual”, hay ausencia de falo como mediador entre el varón y la mujer, ambos deberán gozar el falo “en otra parte”. El varón tomaría a la mujer en tanto falo y la mujer encontraría el goce en un objeto falicizado o al “hacer de hombre”. De esta manera, la posición femenina, consiste en la aceptación a degradarse a ser un objeto a-causa del deseo del hombre, a enmascarse como falo, “arreglándose” estéticamente. Esto es valorado socialmente en una mujer para ser considerada “femenina”.
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Se concluye que, si bien Freud ha desarrollado una concepción revolucionaria de la sexualidad a partir del concepto de pulsión, plantea la diferencia sexual desde la oposición falo-castración entendiéndola como oposición pene-ausencia de pene. Es decir, siguiendo lo desarrollado por Ana María Fernández (1993), ha abordado la psiquis femenina desde el a priori de lo mismo y la ecuación “hombre=Hombre” que homologa al varón con la humanidad y lo toma como parámetro de todas las cosas. Por ello, resulta un enigma poder representar a la mujer en su especificidad, es decir, en la positividad de la diferencia. De esta manera, lo diferente no se ve o es visto como complemento o como equivalente menos y así lo mismo se transforma en lo único. En este sentido, Irigaray (1974) propone que si en cambio del espejo se usara un espéculo, se ve que eso que para el varón era el vacío o la nada a llenar, es en cambio un lugar con su realidad y una sexualidad rica y múltiple. Sin embargo, el varón, vería como un peligro la diversidad positiva de la mujer, en cuanto esta pone en crisis su imaginario, determinado exclusivamente por el falocentrismo. Es decir, si la mujer, además de la envidia del pene, tuviera otros deseos, el espejo que debe reenviar al hombre su imagen invertida perdería quizás su unidad y simplicidad. Por eso, para el varón, la otra mujer, la del espéculo no existe pero sí lo hace la mujer del espejo, que le da la reaseguradora imagen invertida por él construida.

Al utilizar los términos “Feminidad” y “sexualidad femenina” como equivalentes, establece cierta continuidad entre sexo, deseo, pulsiones, género y erotismo. Sin embargo, si se toma la concepción de determinismo propuesto por Freud (1917) por la confluencia de tres factores: el constitucional; la disposición constituida por las experiencias infantiles, y los desencadenantes actuales, la posibilidad de asumir un sexo, es decir, la elección de identidad de género y la orientación sexual es una ilusión libertaria porque está marcada por como fuimos hablados en base al deseo que nos constituyó, por la historia de identificaciones y marcas de goce y el orden cultural al que pertenecemos con sus dispositivos de poder por los cuales moldean a sus sujetxs. Lo anatómico refuerza o perturba la orientación edificada por el intercambio humano en las experiencias infantiles sobre los roles de género transmitidos a nivel familiar y cultural pero no determina el género, “todo ser humano hembra no es necesariamente una mujer, tiene que participar de esa realidad misteriosa y amenazada que es la feminidad” (Beauvoir, 1962, p. 15). En este sentido, resulta necesario, el pasaje del concepto “feminidad” a “feminidades”, como distintas formas de expresión de “la feminidad como modo particular de singularización en relación con un social histórico en el cual las mujeres son “el segundo sexo” (Tajer, 2013, p. 126).

Si se considera que la represión es resultado de que una representación resulte inconciliable respecto a otras, se puede pensar en aquello que se excluye de “lo deseable/esperable” para una mujer en cada época. Por ello, desde una posición ética, se invita a lxs psicoanalistxs a problematizar sus teorizaciones clásicas y sus prácticas clínicas con el fin de desnaturalizar las marcas de la visión patriarcal y de los patrones hegemónicos de género que subyacen en ellas, con el compromiso de reconocer que por ellos, muchxs sujetxs no han podido ser escuchados y comprendidos en sus sufrimientos. Para sostener el Principio de Neutralidad, también es importante desprenderse de los ideales de género que llevan a producir prejuicios clínicos, “las y los analistas debemos escoger entre alienarnos del lado de la “policía psicológica”, guardiana de la moral dominante, o bien ocuparnos en develar los nuevos modos de aparición del dolor humano” (Tajer, 2013, p. 133).
La práctica clínica debería ayudar a lxs sujetxs a constituir modos de ejercicio de la feminidad menos alienados a los ideales, a que el empoderamiento no produzca el rechazo hacia el otro género sino que posibilite, como explica Tajer (2013), captar la diferencia de la imagen del género masculino legítimo a partir del cual fueron subjetivadas y cada varón real con sus miedos y conflictos, y a ayudar a mantener la capacidad deseante y las posibilidades de reconocerse en el encuentro con el Otro. Según Fernández (2000), contribuir al logro de autonomía, que pueda sostener un deseo propio distinto a los que se haya sujeta por sus contenidos inconscientes como así también por los mandatos de género sociales.
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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